A PROPOSITO DE LA REFORMA, UNA VUELTA A LOS CLÁSICOS
En medio de la vorágine y de la incertidumbre que me provoca el segundo borrador de la LOMCE en el que, para colmo de males, se vuelve a intentar reventar la Filosofía como asignatura troncal -algo que el buen observador podrá comprobar que es compartido tanto por la izquierda socialdemócrata y marxista, a pesar de que esta última lo intente disimular, como por la derecha neoliberal- merece la pena oír voces auténticas que nos recuerden qué es lo fundamental. Por ello, me atrevo a publicar en mi blog el último artículo de mi buen amigo y maestro Juan Antonio.
En
medio de tantas noticias preocupantes sobre
educación, la pasada semana, tuve
la ocasión de oír decir al profesor José Antonio Marina lo siguiente: “Este momento que vivimos podría ser la gran
edad de oro de la educación”. Si el
conferenciante no me mereciera el máximo respeto, hubiera pensado que es un
iluso, un atrevido, o lo que es peor, un ignorante.
¿Por qué no
conseguimos que sea así cuando contamos con los medios necesarios para ello? No
nos engañemos, a pesar de todos los
recortes y de la situación económica española nunca hemos tenido tantos
recursos humanos ni materiales como en los últimos años y al mismo tiempo, tal insatisfacción
sobre los resultados de la misma. No se trata sólo de los recursos públicos que
se han doblado en los diez últimos años, sino también del gasto de las
familias, incluso, si se me permite la expresión, jamás “la ratio de
responsables familiares” por hijo fue tan elevada, con hijos únicos o criados
como tales con todo tipo de derechos y
medios. También ha aumentado
considerablemente el conocimiento pedagógico en todas sus dimensiones, los
estudios internacionales de toda índole, así como los conocimientos neuronales
del aprendizaje. En definitiva, un reparto de cartas que a priori, podría
hacernos vaticinar que el éxito debería estar asegurado.
Con tantos medios a nuestro alcance, tal vez debiéramos
pensar si tenemos claro el fin de la educación, o dicho de otro modo, si
sabemos de qué hablamos cuando hablamos de educación. Como antaño, con el valor
en el ejército, es un concepto que damos por supuesto, pero que basta indagar
un poco para que nos demos cuenta de que tal vez no esté tan claro como
suponemos y que sobre el punto de partida, existe probablemente una ignorancia
de consecuencias graves. Basta plantearse, siquiera de modo somero, qué entendemos por educación pública,
educación de calidad, educación inclusiva etc., para darnos cuenta que bajo los
calificativos subyace una confusa idea del substantivo.
Si quieren un ejemplo práctico de la importancia de
clarificar este término lean el primer párrafo, el frontispicio de la
LOMCE y extraigan sus consecuencias: “la educación es el motor que promueve la competitividad de la economía
y las cotas del nivel de prosperidad de un país…” ¿Acaso la finalidad de la
educación es fundamentalmente preparar seres productivos en y para la sociedad?
Pero en sentido contrario ¿La educación
debe ser ajena a los planteamientos de producción y desarrollo económico? ¿Basta la costosa escolarización temprana de
los escolares para tomarla como indicador de éxito? ¿O la presunta igualdad en
la mediocridad para estar orgullosos de la equidad educativa? ¿O el incremento
de recursos para estar satisfechos?
Probablemente haya que coincidir con Einstein cuando en
el pasado siglo XX afirmó que “vivimos en
una época de grandes medios pero escasos fines”. Creo que es una tarea ardua
y a la vez estéril proponer reformas y muchos menos alcanzar pactos si no
existe un mínimo consenso intelectual y social sobre los grandes pilares que
sustentan la educación. ¿Cómo llegar a un pacto educativo si no existe un
acuerdo sobre lo que hemos de transmitir? ¿Cómo acertar con la preparación para
un futuro si no sabemos qué esperamos ni qué nos espera ese futuro?
La educación
occidental, de la cual somos el último eslabón, y de la que nos sentimos
orgullosos por los resultados sobre los que estamos cómodamente instalados,
supone unos principios que exigen un gran esfuerzo sostenido generación tras
generación. El olvido de esos
principios y lo que es peor su búsqueda, su mantenimiento y transmisión puede
ser letal para la civilización misma. Dicho de modo claro, nos hemos olvidado
de hablar los valores esenciales de la cultura occidental: la verdad, la
belleza y la bondad. Y los hemos sustituido por sus sucedáneos tales como la
opinión, la apariencia y el interés, que cotizan con rabiosa actualidad en el
mercado y en los medios de comunicación. El problema es si sobre estos últimos valores
es posible una educación o por el contrario, lo único posible es la instrucción
oportuna que permita a unos pocos un triunfo y a otros, anestesiados hoy con
entretenimientos y éxitos fáciles, un fracaso vital y social. En definitiva la
sofística ha vuelto con intenciones de quedarse.
Pero
afortunadamente, si levantamos un poco la vista intelectual y nos olvidamos de
los textos de bajo vuelo, podremos leer
otras propuestas más alentadoras , como es el caso de psicólogo y pedagogo Howard Gardner, Premio Príncipe de Asturias
de Ciencias Sociales cuando afirma: “Si
renunciamos a una vida marcada por la verdad, la belleza y la bondad- o al
menos por la búsqueda permanente de esas virtudes- a efectos prácticos, nos
resignamos a vivir en un mundo donde nada tiene valor, donde todo vale”. Sociedades de este tipo son las que aceptan
que “La Guerra
es paz, la libertad es esclavitud”, como afirmaba orgullosamente el Ministro de
la Verdad
orwelliano en la famosa novela 1984.
Tiene
razón Marina, este momento que vivimos podría convertirse en la gran edad de
oro de la educación, porque más allá de las urgencias y modas, la mayoría
de los profesores y padres siguen teniendo las ideas claras y la voluntad firme
de llevarlas a cabo. Esperemos que los máximos responsables educativos también
acierten en sus propuestas.
Juan A. Gómez
Trinidad
Catedrático de Filosofía de Instituto
Publicado en Escuela. Núm. 3693 (1684)
22 de Noviembre de 2012, p. 36.